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JORDI GARCÍA-SOLER
Fue el 9 de noviembre de 1989. Todavía no hace veinte años pero ahora parece imposible. Durante más de un cuarto de siglo la ciudad de Berlín quedó vergonzosamente dividida por un muro que separaba la extensa zona de control militar soviético, entonces capital de la dictadura comunista autoproclamada República Democrática de Alemania, con el resto de la ciudad, sometida al control militar teórico de las otras tres grandes potencias aliadas, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, formando parte de la verdaderamente democrática República Federal de Alemania.
Fue el 9 de noviembre de 1989. Todavía no hace veinte años pero ahora parece imposible. Durante más de un cuarto de siglo la ciudad de Berlín quedó vergonzosamente dividida por un muro que separaba la extensa zona de control militar soviético, entonces capital de la dictadura comunista autoproclamada República Democrática de Alemania, con el resto de la ciudad, sometida al control militar teórico de las otras tres grandes potencias aliadas, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, formando parte de la verdaderamente democrática República Federal de Alemania.
Fue el 13 de agosto de 1961 cuando las autoridades de la Alemania Oriental, ante el cada vez más importante número de sus ciudadanos que huían hacia la Alemania Occidental precisamente a través de Berlín, iniciaron la construcción de un muro que intentaron justificar bajo la denominación de “protección antifascista”. Un total de 45 kilómetros de un grosero muro de hormigón reforzado con alambradas eléctricas, que fue ampliado mediante una extensa zona limítrofe con torres de vigilancia, dividió a la histórica capital alemana, del mismo modo que otros 115 kilómetros más de muro pasaron a separar desde entonces los dos países en que Alemania había quedado dividida desde el final de la segunda guerra mundial.
El muro de Berlín fue mucho más que “el muro de la vergüenza”, como fue definido en su momento. Su imagen es hoy ya, por suerte, un simple recuerdo, ante el que numerosos turistas curiosos llegados de todo el mundo se fotografían, compran sus “souvenirs”, contemplan los grafitos realizados por artistas alemanes o extranjeros, o toman imágenes del ya mítico “check-point Charlie”. No obstante, conviene recordar que durante más de veintiocho años –desde aquel infausto 13 de agosto de 1961 en que comenzó su construcción y hasta el feliz 9 de noviembre de 1989, cuando se inició su derribo, ya en el inicio del derrumbe del imperio soviético- la existencia de aquel muro no sólo dividió a la capital alemana y separó a familiares, amigos y vecinos sino que causó la muerte de 270 entre los centenares de ciudadanos de la Alemania comunista que intentaron huir hacia el mundo libre.
El Berlín actual, cuya imagen más emblemática sea probablemente el Reichstag brillantemente restaurado por Norman Foster, se alza como un referente de un mundo en el que no debería haber lugar para ningún otro “muro de la vergüenza”. Pero todavía no es así, como desgraciadamente demuestra la existencia del oprobioso muro alzado por Israel en la Franja de Gaza. ¿Tendrá que pasar también más de un cuarto de siglo para que lo veamos finalmente derribado? ¿Cuántas víctimas causará su existencia?
Jordi García-Soler es periodista y analista político
Fue el 9 de noviembre de 1989. Todavía no hace veinte años pero ahora parece imposible. Durante más de un cuarto de siglo la ciudad de Berlín quedó vergonzosamente dividida por un muro que separaba la extensa zona de control militar soviético, entonces capital de la dictadura comunista autoproclamada República Democrática de Alemania, con el resto de la ciudad, sometida al control militar teórico de las otras tres grandes potencias aliadas, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, formando parte de la verdaderamente democrática República Federal de Alemania.
Fue el 13 de agosto de 1961 cuando las autoridades de la Alemania Oriental, ante el cada vez más importante número de sus ciudadanos que huían hacia la Alemania Occidental precisamente a través de Berlín, iniciaron la construcción de un muro que intentaron justificar bajo la denominación de “protección antifascista”. Un total de 45 kilómetros de un grosero muro de hormigón reforzado con alambradas eléctricas, que fue ampliado mediante una extensa zona limítrofe con torres de vigilancia, dividió a la histórica capital alemana, del mismo modo que otros 115 kilómetros más de muro pasaron a separar desde entonces los dos países en que Alemania había quedado dividida desde el final de la segunda guerra mundial.
El muro de Berlín fue mucho más que “el muro de la vergüenza”, como fue definido en su momento. Su imagen es hoy ya, por suerte, un simple recuerdo, ante el que numerosos turistas curiosos llegados de todo el mundo se fotografían, compran sus “souvenirs”, contemplan los grafitos realizados por artistas alemanes o extranjeros, o toman imágenes del ya mítico “check-point Charlie”. No obstante, conviene recordar que durante más de veintiocho años –desde aquel infausto 13 de agosto de 1961 en que comenzó su construcción y hasta el feliz 9 de noviembre de 1989, cuando se inició su derribo, ya en el inicio del derrumbe del imperio soviético- la existencia de aquel muro no sólo dividió a la capital alemana y separó a familiares, amigos y vecinos sino que causó la muerte de 270 entre los centenares de ciudadanos de la Alemania comunista que intentaron huir hacia el mundo libre.
El Berlín actual, cuya imagen más emblemática sea probablemente el Reichstag brillantemente restaurado por Norman Foster, se alza como un referente de un mundo en el que no debería haber lugar para ningún otro “muro de la vergüenza”. Pero todavía no es así, como desgraciadamente demuestra la existencia del oprobioso muro alzado por Israel en la Franja de Gaza. ¿Tendrá que pasar también más de un cuarto de siglo para que lo veamos finalmente derribado? ¿Cuántas víctimas causará su existencia?
Jordi García-Soler es periodista y analista político
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