En una ceremonia tan íntima como pública y política, se realizó en Jujuy el entierro de uno de los 128 desaparecidos en la provincia. Juan Carlos Arroyo fue identificado este año gracias al trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense. Lo que dice un cuerpo 32 años después de su muerte y un NN que ya no lo es, porque ahora una tumba tiene su nombre y su apellido.
Por Marta Dillon
Desde San Salvador de Jujuy
Una orquesta de aplausos, bombos y trompetas desbarató el minuto de silencio, para arrancarle a la muerte su solemnidad y convertirla en vida vibrante de banderas y abrazos, de recuerdos y acciones compartidas. Así se fue Juan Carlos “El Negro” Arroyo a su destino final. Así se fue lo que quedaba de ese militante de la generación del ‘70 después de 32 años desaparecido: un puñado de huesos, una noble calavera destrozada por las balas en la pequeña urna que sus tres hijas acunaron hasta empujarla al fondo del nicho que en adelante llevará su nombre inscripto. Un nombre y una fecha ahí en Palpalá, en un cementerio humilde donde las lápidas se anotan a mano alzada, pintura y pincel, para rendir homenaje. Fue ahí donde El Negro había crecido, donde quería volver aunque fuera arrojado como lluvia para hacer florecer los cerros. Y aunque no llovió en la tarde de su entierro, las nubes parecían haber bajado del cielo a besar con su humedad la aridez de esa tierra querida para cumplir el deseo de un hombre que ya no está desaparecido. Que ha sido encontrado. Que ha sido velado y enterrado. Llorado y acunado y recordado y cubierto de besos y de flores y de anécdotas. El hombre que ha vuelto a casa para cerrar el laberinto infinito de la ausencia, aunque la máquina del terrorismo de Estado lo haya impedido durante 32 años.
Eran mucho más de un millar quienes aplaudían este encuentro y esta despedida. Eran cientos las banderas. Hombres y mujeres que saben de qué se trata la palabra lucha porque así es como se describe su cotidiano. Hombres y mujeres desocupados o subocupados, integrantes de redes sociales, organizadores de comedores, de roperos comunitarios, de los barrios más humildes de la capital jujeña. Una muchedumbre que no conocía a Juan Carlos Arroyo. No había conocido ni su risa ni su bigote ni su piel de coya. Pero que agitaron su nombre como bandera en cientos de marchas y que ahora, a voz en cuello, prometían “seguir luchando por el sueño de todos”. Ese sueño que caracterizó a una generación diezmada por el terrorismo de Estado y que la constancia de los organismos de derechos humanos y de los sobrevivientes convirtió en memoria viva, en memoria activa, en sueño de todos.
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